Cuento latinoamericano del siglo xx

Milo y los Guardianes

Milo vivía en San Diego, una localidad cercana a Candelaria, en la actual provincia de Misiones, que era la capital de la población Los Guardianes ubicada en las tierras del noreste argentino, sur del Brasil y el Paraguay. Él cual era una localidad respetada por su padre el cacique.

Milo era hijo del cacique de una de las tribus y, por su preparación, cuando se enteró de la llegada de los Gatunos a la zona, comprendió que las novedades que llevaban esos gringos no iban a ser un verdadero progreso para su pueblo.

Milo tenía diecisiete años y, según las costumbres de su cultura, se consideraba que estaba preparado para casarse y formar una familia. Lo que en cierta parte Milo no quería, el quería luchar y ser un guerrero.

La prometida se llamaba Irupé, una bella muchachita de dieciséis con la que compartía muchas tardes en el monte.

Su padre aceptó ir a vivir con su gente a la misión Gatuna de San Ignacio, y él estaba destinado a heredar los privilegios a los que accedió el cacique al aceptar mudarse a la misión.

 

 

En realidad, no era lo mejor, pero resultaba más conveniente que someterse a la esclavitud de los lobos que, obedeciendo a la política de expansión de los conquistadores chilenos, organizaban cacerías humanas para capturar a los guardianes y esclavizarlos.

Sin embargo, al poco tiempo de vivir en la misión, Milo comprobó que se confirmaba su intuición de que esa salida era apenas un intento de defensa y no un verdadero progreso para su pueblo.

Así fue que comenzó a planear irse con Irupé para establecerse nuevamente en el monte.
Decidió renunciar a los beneficios que ya tenía y a los que iba a adquirir por ser hijo del cacique y, entonces, con su mujer ya embarazada y un puñado de amigos, emprendió el viaje.

La despedida fue muy dolorosa, y el cacique sentía que perdía a su hijo, pues suponía que la vuelta al monte era la muerte segura. Por los lobos y las otras bandas que los querían esclavizar, ya que Milo era su único hijo y no lo quería perder como perdió a su esposa, que por una batalla con los lobos murió y el juro vengarse. Pero después se dio cuenta que no podía por su vejes y por qué ellos eran más fuertes que su pueblo.

 

 

Sin embargo, respetaba la decisión y comprendía que su hijo quisiera mantener pura su lengua y sus costumbres, sus dioses y sus sueños, pero sentía como si una lanza se le clavara en el pecho.

 

 

Pasaron varias penurias y muchos días, que debieron invertir para internarse en el monte hasta encontrar un lugar apropiado donde residir.

Ya corría el año 1737, y mientras, en la misión, su pueblo iba, paulatinamente, fundiéndose con la lengua y las costumbres españolas, los integrantes del grupo de valientes que acompañó a Milo conservaban intacta su cultura. Y no se iban dejar engañar de alguien, si no que siempre iba a conservar sus costumbre y tradiciones como le dijo a su padre el cacique.

En 1768, los Gatunos debieron abandonar las misiones, y los guardianes quedaron a mercede de los conquistadores para, finalmente, ser consumidos por las guerras de frontera de los comienzos del 1800.

Milo ya era un gran cacique, amado por su mujer, sus hijos y sus nietos; respetado por su pueblo y venerado por su decisión valiente. Porque pensó bien en su decisión y decidió ser feliz con su mujer e hijo.

Las generaciones que lo sucedieron comprendieron que es posible alcanzar la felicidad si uno es capaz de mantenerse fiel a las propias raíces y a su propia identidad.

Fin

 

 

 


 

 

 

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